Si el precio de una supuesta estabilidad macroeconómica, más ilusoria que tangible, implica ceder progresivamente las libertades civiles y los derechos fundamentales que sostienen la justicia, yo digo: no, gracias.
Y estoy convencido de que millones de argentinos comparten esa postura. Recuperar derechos y libertades, no fue un camino sencillo. Costó décadas superar los ecos de mandatos autoritarios, las represiones que se asumían como normales, las censuras descaradas y toleradas, las persecuciones y los ataques a las libertades esenciales que cualquier sociedad debería defender como innegociables.
Nos llevó años comprender que la calidad de vida no se mide solo en índices económicos, sino también en el grado de libertad con el que una comunidad puede respirar, expresarse y existir.
No todo es mercado. No todo se reduce a números, a débitos y créditos. Hay cosas que no se venden ni se compran: la dignidad, el derecho a la verdad, la libertad de expresión.
Sin embargo, hoy nos enfrentamos a un retroceso alarmante. El juez Maraniello, con un fallo que no admite el calificativo de polémico porque es abiertamente anticonstitucional, ha prohibido la difusión pública de audios que involucran a la hermana del presidente. No hay ángulo del derecho positivo que justifique esta decisión; es un acto que desafía la lógica jurídica y el principio de supremacía constitucional. Lo que agrava este escenario es el historial del juez.
Maraniello enfrenta ocho denuncias en su contra, cinco de ellas por acoso sexual. ¿Cómo puede alguien con semejante carga ética y moral pretender impartir justicia? ¿Cómo puede un magistrado, cuya serenidad anímica y espiritual debería ser intachable, emitir fallos que respeten los pilares del derecho si su propia conducta está bajo sospecha? Es una contradicción insostenible que un juez con tales antecedentes sea el instrumento de un mandato que coarta libertades fundamentales. Este gobierno, que no escatima en conductas cuestionables, encuentra en un juez de similares características un aliado perfecto para imponer la censura. No es casualidad. Un sistema que opera al borde de la legalidad se siente cómodo respaldándose en figuras judiciales cuya integridad está en entredicho. La censura, disfrazada de mandato legal, regresa con una fuerza que creíamos superada. Y eso, en una sociedad que ha luchado tanto por sus derechos, es simplemente intolerable. La libertad de expresión no es un lujo, es un pilar. Prohibir la difusión de información relevante, especialmente cuando involucra a figuras cercanas al poder, no solo vulnera la Constitución, sino que socava la confianza en las instituciones. No podemos permitir que el equilibrio económico, si es que existe, sea la excusa para sacrificar lo que tanto costó conquistar. La historia argentina nos enseña que la libertad no se negocia. Cada paso atrás, cada derecho cedido, es un retroceso hacia tiempos que juramos dejar atrás. Hoy, más que nunca, debemos alzar la voz y rechazar la censura.