Existen etapas en la vida política, que pretender modestia sería casi un juego riesgoso, una impostura que podría sonar forzada o, peor aún, exagerada. Y en ambos casos, no sirve.
Es preferible, entonces, contar las cosas como se sienten, como se viven, con la crudeza que merece la política de estos días. Si en el camino toca destacar algún acierto propio, pues bien, habrá que hacerlo, sin titubear.
Y, en ese sentido, acudo a lo que hace casi un año adelanté con cierta perspicacia, obviamente no siendo el único y ni siquiera estando tan perceptivo para ese análisis, pero lo creo un atinado comentario, entonces y con validez ahora. Y bueno, eso me hace pecar hoy de cierta inmodestia al poner de relieve “que tenía razón”.
Hoy, mientras los gobernadores de todo el país alzan la voz —o directamente lloran— por los incumplimientos flagrantes del Poder Ejecutivo Nacional, me permito rescatar unas líneas que publiqué en mayo de 2024. Hablaba entonces del bochorno que fue el famoso Pacto de Mayo, ese supuesto acuerdo que el gobierno vendió como gran gesto de unidad, pero que, en los hechos, no era más que humo.
Decía en aquella nota, y lo sostengo, que el gobierno no ponía nada en la mesa.
Solo promesas vacías, palabras que se lleva el viento. Firmar ese pacto era un error, y lo expliqué así: “Primero, porque los potenciales signatarios, los que más importan en esta etapa, son los gobernadores, no el presidente de la Nación. El gobierno solo pone algo ‘ajeno’: recursos para obras o deudas que salen de las arcas públicas. Son los gobernadores los que ponen algo propio, los que comprometen apoyos que surgen de su capital político local. Son ellos los que juegan su prestigio, su caudal electoral, sus continuidades. Y ni siquiera tienen en cuenta los frescos antecedentes de la contraparte del oficialismo nacional, que no acostumbra a cumplir compromisos. Casi una apuesta a la nada, o a poco”.
Pasaron los meses y el tiempo dio la razón a estos argumentos. Hoy, en muchas provincias, las lágrimas de los gobernadores inundan los pasillos de las casas de gobierno, y sus quejas resuenan como truenos. ¿Qué pasó con las transferencias prometidas? ¿Dónde está la obra pública? ¿Y los aportes que debían llegar? ¡Simulacro! ¡Farsa!
El gobierno nacional, fiel a su estilo —un cóctel de estafadores, chantas, improvisados y malas personas—, no cumplió con casi nada de lo que juró en pomposos discursos.
Agua y ajo, como dice el refrán. Y después de aguantarse y joderse, a los gobernadores no les queda otra que ponerse firmes. Que saquen la cara, que pongan onda opositora, que muestren coraje. Porque con este oficialismo, esperar buena fe es como apostar al vacío. Y ya vimos cómo termina eso.